lunes, 18 de febrero de 2013

La verdad en la vida y la vida en la verdad.

 
«Y bien, se me dirá, ¿cuál es tu religión? Y yo responderé: mi religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas de que no he de encontrarlas mientras viva; mi religión es luchar incesante e incansablemente con el misterio; mi religión es luchar con Dios desde el romper del alba hasta el caer de la noche, como dicen que con Él luchó Jacob. No puedo transigir con aquello del Inconocible -o Incognoscible, como escriben los pedantes- ni con aquello otro de «de aquí no pasarás».
 
Rechazo el eterno «ignorabimus». Y en todo caso quiero trepar a lo inaccesible. «Sed perfectos como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto», nos dijo el Cristo, y semejante ideal de perfección es, sin duda, inasequible. Pero nos puso lo Inasequible como meta y término de nuestros esfuerzos. Y ello ocurrió, dicen los Teólogos, con la gracia. Y yo quiero pelear mi pelea sin cuidarme de la victoria. ¿No hay Ejércitos y aun pueblos que van a una derrota segura? ¿No elogiamos a los que se dejaron matar peleando antes que rendirse? Pues ésta es mi religión.
 
En el orden religioso apenas hay cosa alguna que tenga racionalmente resuelta, y como no la tengo, no puedo comunicarla lógicamente, porque sólo es lógico y transmisible lo racional. Tengo, sí, con el afecto, con el corazón, con el sentimiento, una fuerte tendencia al cristianismo, sin atenerme a dogmas especiales de esta o aquella confesión cristiana. Considero cristiano a todo el que invoca con respeto y amor el nombre de Cristo, y me repugnan los ortodoxos, sean católicos o protestantes -éstos suelen ser tan intransigentes como aquéllos- que niegan cristianismo a quienes no interpretan el Evangelio como ellos.
 
Confieso sinceramente que las supuestas pruebas racionales -la ontológica, la cosmológica, la ética, etcétera- de la existencia de Dios no me demuestran nada; que cuantas razones se quieren dar de que existe un Dios, me parecen razones basadas en paralogismos y peticiones de principio. En esto estoy con Kant. Nadie ha logrado convencerme racionalmente de la existencia de Dios, pero tampoco de su no existencia; los razonamientos de los ateos me parecen de una superficialidad y futilez mayores aún que los de sus contradictores. Y si creo en Dios, o por lo menos creo creer en Él, es, ante todo, porque quiero que Dios exista, y después, porque se me revela, por vía cordial en el Evangelio y a través de Cristo y de la historia. Es cosa de corazón.
 
Lo cual quiere decir que no estoy convencido de ello como lo estoy de que dos y dos hacen cuatro. Si se tratara de algo en que no me fuera la paz de la conciencia y el consuelo de haber nacido, no me cuidaría acaso del problema; pero como en él me va mi vida toda interior y el resorte de toda mi acción, no puedo aquietarme con decir: ni sé ni puedo saber. No sé, cierto es; tal vez no pueda saber nunca, pero «quiero» saber. Lo quiero y basta.
 
Y me pasaré la vida luchando con el misterio y aun sin esperanza de penetrarlo, porque esta lucha es mi alimento y es mi consuelo. Sí, mi consuelo. Me he acostumbrado a sacar esperanza de la desesperación misma. Y no griten ¡paradoja! los mentecatos y los superficiales. No concibo a un hombre culto sin esta preocupación y espero muy poca cosa en el orden de la cultura -y cultura no es lo mismo que civilización- de aquellos que viven desinteresados del problema religioso en su aspecto metafísico y sólo lo estudian en su aspecto social o político. Espero muy poco para el enriquecimiento del tesoro espiritual del género humano de aquellos hombres o de aquellos pueblos que por pereza mental, por superficialidad, por cientifismo, o por lo que sea, se apartan de las grandes y eternas inquietudes del corazón. No espero nada de los que dicen: "No se debe pensar en eso"; espero menos aún de los que creen en un cielo y un infierno como aquel en que creíamos de niños, y espero todavía menos de los que afirman con la gravedad del necio: "Todo eso no son sino fábulas y mitos; al que se muere lo entierran y se acabó"
 
Sólo espero de los que ignoran, pero no se resigna a ignorar; de los que luchan sin descanso por la verdad y ponen su vida en la lucha misma más que en la victoria. Y lo más de mi labor ha sido siempre inquietar a mis prójimos, removerles le poso del corazón, angustiarlos si puedo. Lo dije ya en mi Vida de Don Quijote y Sancho, que es mi más extensa confesión a este respecto. Que busquen ellos como yo busco, que luchen como lucho yo, y entre todos algún pelo de secreto arrancaremos a Dios, y por lo menos esa lucha nos hará más hombres, hombres de más espíritu.» 
 
Miguel de Unanumno. Mi religión y otros ensayos breves (1910), Madrid, Espasa Calpe, 1964 (4ª edición), p. 10-13.

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