«Y
bien, se me dirá, ¿cuál es tu religión? Y yo responderé: mi religión es buscar
la verdad en la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas de que no he de
encontrarlas mientras viva; mi religión es luchar incesante e incansablemente
con el misterio; mi religión es luchar con Dios desde el romper del alba hasta
el caer de la noche, como dicen que con Él luchó Jacob. No puedo transigir con
aquello del Inconocible -o Incognoscible, como escriben los pedantes- ni con
aquello otro de «de aquí no pasarás».
Rechazo
el eterno «ignorabimus». Y en todo caso quiero trepar a lo inaccesible. «Sed
perfectos como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto», nos dijo el
Cristo, y semejante ideal de perfección es, sin duda, inasequible. Pero nos
puso lo Inasequible como meta y término de nuestros esfuerzos. Y ello ocurrió,
dicen los Teólogos, con la gracia. Y yo quiero pelear mi pelea sin cuidarme de
la victoria. ¿No hay Ejércitos y aun pueblos que van a una derrota segura? ¿No
elogiamos a los que se dejaron matar peleando antes que rendirse? Pues ésta es
mi religión.
En
el orden religioso apenas hay cosa alguna que tenga racionalmente resuelta, y
como no la tengo, no puedo comunicarla lógicamente, porque sólo es lógico y
transmisible lo racional. Tengo, sí, con el afecto, con el corazón, con el
sentimiento, una fuerte tendencia al cristianismo, sin atenerme a dogmas
especiales de esta o aquella confesión cristiana. Considero cristiano a todo el
que invoca con respeto y amor el nombre de Cristo, y me repugnan los ortodoxos,
sean católicos o protestantes -éstos suelen ser tan intransigentes como
aquéllos- que niegan cristianismo a quienes no interpretan el Evangelio como
ellos.
Confieso
sinceramente que las supuestas pruebas racionales -la ontológica, la cosmológica,
la ética, etcétera- de la existencia de Dios no me demuestran nada; que cuantas
razones se quieren dar de que existe un Dios, me parecen razones basadas en
paralogismos y peticiones de principio. En esto estoy con Kant. Nadie ha
logrado convencerme racionalmente de la existencia de Dios, pero tampoco de su
no existencia; los razonamientos de los ateos me parecen de una superficialidad
y futilez mayores aún que los de sus contradictores. Y si creo en Dios, o por
lo menos creo creer en Él, es, ante todo, porque quiero que Dios exista, y
después, porque se me revela, por vía cordial en el Evangelio y a través de
Cristo y de la historia. Es cosa de corazón.
Lo
cual quiere decir que no estoy convencido de ello como lo estoy de que dos y
dos hacen cuatro. Si se tratara de algo en que no me fuera la paz de la
conciencia y el consuelo de haber nacido, no me cuidaría acaso del problema;
pero como en él me va mi vida toda interior y el resorte de toda mi acción, no
puedo aquietarme con decir: ni sé ni puedo saber. No sé, cierto es; tal vez no
pueda saber nunca, pero «quiero» saber. Lo quiero y basta.
Y
me pasaré la vida luchando con el misterio y aun sin esperanza de penetrarlo,
porque esta lucha es mi alimento y es mi consuelo. Sí, mi consuelo. Me he
acostumbrado a sacar esperanza de la desesperación misma. Y no griten
¡paradoja! los mentecatos y los superficiales. No concibo a un hombre culto sin
esta preocupación y espero muy poca cosa en el orden de la cultura -y cultura
no es lo mismo que civilización- de aquellos que viven desinteresados del
problema religioso en su aspecto metafísico y sólo lo estudian en su aspecto
social o político. Espero muy poco para el enriquecimiento del tesoro
espiritual del género humano de aquellos hombres o de aquellos pueblos que por
pereza mental, por superficialidad, por cientifismo, o por lo que sea, se
apartan de las grandes y eternas inquietudes del corazón. No espero nada de los
que dicen: "No se debe pensar en eso"; espero menos aún de los que
creen en un cielo y un infierno como aquel en que creíamos de niños, y espero
todavía menos de los que afirman con la gravedad del necio: "Todo eso no
son sino fábulas y mitos; al que se muere lo entierran y se acabó"
Sólo
espero de los que ignoran, pero no se resigna a ignorar; de los que luchan sin
descanso por la verdad y ponen su vida en la lucha misma más que en la
victoria. Y lo más de mi labor ha sido siempre inquietar a mis prójimos,
removerles le poso del corazón, angustiarlos si puedo. Lo dije ya en mi Vida de
Don Quijote y Sancho, que es mi más
extensa confesión a este respecto. Que busquen ellos como yo busco, que luchen
como lucho yo, y entre todos algún pelo de secreto arrancaremos a Dios, y por
lo menos esa lucha nos hará más hombres, hombres de más espíritu.»
Miguel de Unanumno. Mi religión y otros
ensayos breves (1910), Madrid, Espasa Calpe, 1964
(4ª edición), p. 10-13.
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