“Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong. El ecuador
atravesaba aquellas tierras a un centenar de millas al norte, y la granja se
asentaba a una altura de unos seis mil pies. Durante el día te sentías a una
gran altitud, cerca del sol, las primeras horas de la mañana y las tardes eran
límpidas y sosegadas y las noches frías”.*
“Todo lo que se veía estaba hecho
para la grandeza y la libertad, y poseía una inigualable nobleza”.*
“La principal característica del paisaje y de tu vida en él, era el aire. Al recordar una estancia en las tierras altas africanas te impresiona el sentimiento de haber vivido durante un tiempo en el aire. Lo habitual era que el cielo tuviera un color azul pálido o violeta, con una profusión de nubes poderosas, ingrávidas, siempre cambiantes, encumbradas y flotantes, pero también tenía un vigor azulado, y a corta distancia coloreaba con un azul intenso y fresco las cadenas de colinas y los bosques. A mediodía el aire estaba vivo sobre la tierra, como una llama; centelleaba, se ondulaba y brillaba como agua fluyendo, reflejaba y duplicaba todos los objetos, creando una gran Fata Morgana. Allí arriba respirabas a gusto y absorbías seguridad vital y ligereza de corazón. En las tierras altas te despertabas por la mañana y pensabas: Estoy donde debo estar”.*
Dicen que África enamora y que quien va tendrá siempre la necesidad de
regresar alguna vez. Es cierto. Amboselli, con sus manadas de elefantes y
jirafas y con el Kilimanjaro de telón de fondo; el lago Nakuru, rosado por los
millones de flamencos posados sobre sus aguas; las grandes praderas y la vida salvaje
de Masai Mara; la luz, el color, el olor…todo se echa de menos. Hakuna matata.
Algún día volveremos.
Fotografía: Atardecer en Masai Mara. Alberto Royo. 2009.
* Karen Blixen
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